No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Fragmento de Tabacaria, Álvaro Campos.
Toda vida tiene un por qué.
Nacemos con un propósito, ya sea biológico de perpetuación y desarrollo de la especie y de la vida en la Tierra, ya sea trascendental: somos capaces de soñar más allá de la rutina y de lo cotidiano banal, y de, mediante la trascendencia, crear posibilidades de rozar lo Divino, esencia de nuestra existencia, más allá de lo físico mensurable; espacio de todas las potencialidades, donde los sueños se hacen tangibles, donde pueden percibirse potenciales de belleza y perfección aún no experimentados.
Pero viviendo entre las rejas de una fuerte cultura que nos empuja todo el tiempo al éxito financiero y a la búsqueda de ser el mejor, nos vamos apartando de nuestros verdaderos anhelos, de la voz de nuestro corazón y de la posibilidad de trascender.
Cesamos de escuchar nuestra propia voz. Así nos alejamos de nuestra verdad interior, de nuestra esencia, de nuestros talentos naturales, para sobrevivir, para no frustrar las expectativas de madres y padres, de los amigos, de los medios, de los maestros, de los demás; nos entristecemos; nuestra autoestima queda rebajada; pasamos a sufrir ansiedad crónica; perdemos el placer de vivir; podemos hacernos groseros, amargados, huraños y cascarrabias, nos mustiamos, y la belleza de vivir se desvanece.
Todos tenemos el derecho de vivir no solo para la sobrevivencia, sino además para la trascendencia.
Esto vale para nuestros hijos.
Como padres y madres es preciso dar un paso más allá de lo que ya se ha dado en nuestra sociedad en lo que atañe a la formación y educación de nuestros hijos y de nuestras hijas.
Educarlos para que sobrevivan, procreen y ganen dinero, es muy poco. Un ejemplo típico es la familia que enfoca la educación en las necesidades puntuales de la sociedad, lo básico: comportamiento aceptable, buena escuela, comida, examen de selectividad, paseos, buena facultad, educación sexual, invertir en jueguecitos, zapatillas deportivas, ropa, y algún deporte, para que se convierta en un adulto exitoso.
La educación actual, desgraciadamente encaminada solo a la sobrevivencia del ser humano en la sociedad, estimula instintos típicos de esa lucha, y como consecuencia ha venido presentando un efecto colateral indeseable: la agresividad, la deslealtad, la envidia, la corrupción, la pereza, la competitividad desmedida, la mezquindad, la manipulación, las bribonadas, depresión, ansiedad, niveles elevados de estrés, entre otras muchas adversidades con que lidia nuestra sociedad.
Ir más allá de lo básico es educar para la sensibilidad, para el arte, para el cuidado con aquello que es frágil (ecología, sostenibilidad, animales, niños, etc.) enseñar y compartir valores espirituales, valores éticos, y afectuosidad en la convivencia, sin el propósito de verter conceptos, sino de despertar belleza interior en nuestro hijo o hija. Belleza que será el terreno abonado para todas las adquisiciones futuras de la personalidad en desarrollo.
Daremos un salto como civilización cuando actuemos junto a los niños creando un espacio familiar o escolar de convivencia en el cual se sientan amados y seguros por lo que son, para que manifiesten lo mejor de sí mismos, desarrollen su curiosidad, exploren su arte y su fe, donde se les ofrezcan límites y respeto, afecto y sinceridad, atención y complicidad, espacio para la fantasía y la imaginación, para el esparcimiento y el estudio, y no solo el curricular del colegio.
Creando las condiciones para que escuchen la voz de sus corazones para vivir con un sentido claro de la importancia de sus existencias, y llenen sus días de contentamiento y entusiasmo, sembrando alegría y esperanza para sí y en la vida de los que les rodean también.
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